lunes, 26 de febrero de 2007
El verdadero desafío de la Alianza
Ayer domingo, Juan Carlos Eichholz publicó esta columna en El Mercurio. En síntesis, propone cuatro cambios para que la Alianza se convierta en una alternativa de mayoría: cultura interna unitaria, renunciar a su autoritarismo histórico por un compromiso 100% democrático y abierto a la diversidad, alejarse de sus endogámicos vínculos con el gran empresariado y hacerse cargo de las desigualdades sociales que marcan a nuestro país. La propuesta es ambiciosa pero sin duda en el camino correcto.
Nunca en la historia de nuestro país la derecha ha obtenido lo que hoy es necesario para ganar una elección presidencial, esto es, el 50 por ciento más uno de las preferencias en una votación universal. Esos son los datos, gusten o no.
La pregunta cae por su propio peso entonces: ¿Qué tendría que ocurrir para que se revirtiera esta especie de destino fatídico? La respuesta, en términos gruesos, es que durante el año en que tenga lugar la elección deberían darse dos de las siguientes tres condiciones: a) que la situación económica del país sea mala, con una alta tasa de desempleo; b) que la Concertación se halle en crisis, lo que con toda probabilidad estaría asociado a hechos de corrupción; y c) que la Alianza aparezca frente al electorado como una alternativa atractiva de gobierno.
El año '99 se dio la primera condición y gran parte de la tercera, aunque no toda. Hubo un candidato que mostró un rostro renovado, no sólo de la Alianza, sino de la política, pero faltó que ese ideal apareciera también representado por los partidos que lo apoyaban, justamente el tal�ón de Aquiles del que hábilmente se aprovechó la Concertación: "¿Y quiénes son aquellos que gobernarían con Lavín?".
Desde luego, la Alianza puede sentarse a esperar pacientemente a que se den las dos primeras condiciones, o puede forzar el destino y aportar con la tercera. Sea como fuere, el diagnóstico es claro y contundente: la derecha no es creíble para una gran parte de la ciudadanía. Por eso es que la sostenida caída en el respaldo a la Concertación no se traduce en un aumento en el apoyo a la Alianza. Cuando la gente se desencanta de la Concertación, se desencanta de la política, porque no ve una alternativa más allá de aquella. Y éste es un asunto que no se supera con un mejor programa de gobierno o con mejores propuestas legislativas o de políticas públicas. Simplemente porque está más en el terreno de lo emocional que de lo racional, más en el mundo de los significados que de las realidades.
Aquí viene la pregunta clave entonces: ¿En qué debe cambiar la Alianza para ser una verdadera alternativa de gobierno? Sería un error pensar que se trata sólo de cambiar las estrategias o las estructuras, porque el desafío es más profundo, y tiene que ver con aquello que la derecha representa en el imaginario colectivo.
Una respuesta simple y directa, expresada en una imagen, es que la Alianza debería transformar su perfil de viejo mandón, distante, avaro y conflictivo -la cara tradicional de la derecha- por uno de joven, cercano, emprendedor y colaborativo. Siendo más preciso en la respuesta, la Alianza debería hacer un trabajo profundo por cambiar en cuatro ámbitos.
El primero de ellos es su forma de relacionamiento interno, que tiene que caracterizarse más por la colaboración y la confianza que por el conflicto y el chaqueteo. Este cambio es fundamental para abordar los otros tres, y ha sido, en un esfuerzo inédito y bastante efectivo, el foco principal del trabajo de las actuales directivas de RN y la UDI.
El segundo cambio es en relación a una de las características fundantes de la cultura de derecha, pero que está desconectada y entra en colisión con la sociedad actual. Me refiero a ese concepto de autoridad tan marcado -muy anterior al gobierno militar, por cierto-, que llega a jugar en contra de algunas expresiones esenciales de la democracia, una de las cuales es la apertura al diálogo, a la diversidad y a poder encontrarle razón a quien piensa distinto.
El tercer cambio apunta a la relación casi incestuosa que en nuestro país existe entre la derecha y los grandes empresarios. No es que los empresarios sean malos, obviamente, pero, en un país tan marcado por la desigualdad, la Alianza no puede aparecer, como de hecho acontece, casi mimetizada con las cúpulas empresariales.
Y el cuarto cambio es una derivación de los dos anteriores, o quizás la raz�ón de por qué ellos deben ser abordados. Me refiero a la minimización que tradicionalmente se le ha dado en la derecha al problema de la desigualdad o, más profundamente, a aquellos anhelos de la gente que van más allá del monto del ingreso. Sabemos que es difícil mantener la cohesión de un equipo de trabajo cuando los niveles de sueldo y de participación en las decisiones son demasiado disímiles, e igual cosa ocurre en relación a un país. No sólo la pobreza es un problema, sino también la desigualdad, y la Alianza debe partir por convencerse de esto, para luego expresarlo de manera creíble. Nuevamente, aquí el factor emocional es crítico.
Nada de lo anterior es fácil de lograr y, aun cuando se trabajare bien y actuando estratégicamente, los resultados no se verían en el corto plazo. Estamos hablando de un cambio cultural, que debería comenzar desde las figuras más visibles del sector, que de seguro encontraría variadas resistencias internas, y que sería permanentemente bombardeado desde la Concertación, pero que es indispensable para que la Alianza tenga reales opciones de ser gobierno y le doble la mano al destino.
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