jueves, 20 de diciembre de 2007

La política es espectáculo y Sarkozy, su mayor estrella


El presidente francés ejerce el poder a la manera de un representante rutilante del mundo del show. Pero no es el único: hoy la política es el arte de brillar en el escenario.

Gilles Lipovetsky y Jean Serroy
Le Monde

Sarkozy, el estadounidense? La referencia del presidente francés, en su discurso de Washington, a las grandes figuras que dieron forma a su imaginario al mismo tiempo que a su amor por los Estados Unidos —y en especial esas dos imágenes estelares de Hollywood que son John Wayne y Marilyn Monroe— aclara más sutilmente su relación con el poder e incitaría a ver más bien en él a "Sarko" el hollywoodense. Aquel a quien desde ahora se lo considera el hiperpresidente no lo es sólo porque de hecho acumule todas las funciones (presidente, primer ministro, ministro), lo es porque a esta hiperactividad funcional se le suma una hiperimagen cuyo modelo no es otro que el del cine y el star-system.

Desde hace siglos, el poder está asociado al espectáculo, y la metáfora teatral se aplica tan bien a un Luis XIV que aparecía en escena en Versalles como a un Napoleón que teatralizaba su coronación. Pero es forzoso reconocer que hoy el sistema de referencias teatrales ha perdido su pertinencia: la cultura del siglo es el cine. En la actualidad, es a través de él por donde pasan nuestros sueños y nuestra escenografización del mundo.

Son múltiples los indicios de "cinematografización" del poder tal como lo ejerce hoy Nicolas Sarkozy. "Sarko" es una estrella, que viene a inscribirse en la línea de esa figura prototípica del cine. Esta todo allí, en profusión. ¿Cómo no llamar hiperestrella al que, no contento con estar en la cima del Estado, pasa la primera noche de su presidencia en el restaurante Fouquet's, sitio privilegiado del cine en los Campos Elíseos, que elige el sol a bordo de un yate de multimillonario, cuya esposa es una figura convertida en estrella, cuya familia ensamblada y divorcio aparecen en primera plana, que recibe a Tom Cruise, cuyos amigos son actores y cuyos amores secretos y supuestos —forzosamente con actrices— podrían dar lugar a una película?

Y todo en su manera de ser y de mostrarse remite al cine: los anteojos negros, el look, la riqueza asumida cuando no exhibida, lo gestual expresivo al estilo Actors Studio —desde el modo de recalcar las palabras al apretón de manos y la palmada amistosa en el hombro a la De Niro—, y esa forma de proyectarse al primer plano al ir a buscar él mismo, o por intermedio de Cécilia, a las enfermeras búlgaras y los prisioneros chadianos. Es Superman, Rambo o, mejor, Harrison Ford con traje de presidente, tomando él mismo en sus manos, para salvar al país, los comandos del Air Force One infiltrado por terroristas.

¿Hay que ofuscarse y hacerle la guerra sin cuartel a la política-seducción con el pretexto de que la acción pública se desvía y extravía en esta ostentación de la apariencia, en esta hiperpersonalización del poder? ¿Es el papel de un presidente hacerse ver como un superhéroe? ¿Hay que ver en esto la forma última y degradada de la sociedad del espectáculo tal como la presentaba ayer Guy Debord, o incluso el signo de "la obscenidad democrática" que señala hoy Régis Debray? Hay que escuchar estas filípicas recurrentes: ¿pero van a lo esencial? Su costado nostálgico y su negativismo sistemático incitan a proponer otra clave para interpretar el universo de la hipermodernidad.

No es el triunfo de lo obsceno, es, estructuralmente, el star-system y su brillo, el modelo del cine, un mundo "hiper", remodelado según las lógicas de exceso del mismo cine. Las imágenes han moldeado profundamente nuestra relación con una realidad que ahora es vista y vivida en gran medida a través del prisma del cine. Nada se le ha resistido: la televisión, la moda, la publicidad, la arquitectura, el deporte, el arte mismo. Henos aquí en la era de la pantalla global donde se afirman la "cinevisión", la "cinematografización" de la política.

De Gaulle y Fran©ois Mitterrand remitían a imágenes literarias del poder: el héroe épico, el príncipe maquiavélico. El sistema de referencias de Nicolas Sarkozy debe buscarse por el lado del universo del cine, del gran espectáculo hollywoodense y los efectos especiales. Más aún que Ronald Reagan, que fue un actor devenido presidente, él es un presidente verdaderamente actor de su presidencia.

Está claro que, obsesionada sólo por la comunicación, la acción política se convierte en una caricatura de sí misma: no es más que cine, incluso una manera de desviar la atención a fin de ocultar las dificultades del momento.

Si, en el aspecto humanitario, los resultados ya se muestran positivos —la liberación de los rehenes en Libia y de los prisioneros chadianos es una realidad—, se puede pensar que otros asuntos, con todo el peso social que tienen, serán más reacios al despliegue de la técnica de los "efectos especiales" solamente. Entretanto, se puede colocar en el haber de la cine-actitud una modernización saludable de la retórica del Elíseo, la cual estaba instalada desde hace demasiado tiempo en el registro desmovilizante del lenguaje propagandístico o de la suficiencia oracular.

Por lo demás, es demasiado pronto para medir cuáles serán los efectos reales del ejercicio estelarizado del poder. Si la modernización se reduce a la de la imagen de lo político, la ruptura no será más que superficial y su apuesta irrisoria. Si, por el contrario, la vedetización de lo político contribuye, de cualquier manera que sea, a poner a Francia a tono con las realidades de la globalización (nos gusten o no); si hace ver con otros ojos la película planetaria signada por el poder del mercado y la competencia internacional, podría ocurrir que el cine del poder no fuera una imagen por completo vana, una simple pantalla de humo. Y esto, sólo la historia lo dirá.

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